9/9/21

Zenzontla


 

Quizá hasta empecemos a tenernos miedo uno al otro.

“Talpa”, El llano en llamas, Juan Rulfo

 

 

Llegó a mi consultorio con algunas marcas todavía moradas en los párpados. Le faltaba un incisivo superior, de raíz; el otro estaba partido. Así y todo, me pareció hermosa.

La placa radiográfica reveló que ninguno de los dos dientes podría salvarse. Ella no tenía dinero para implantes. Lloró. Aquel primer día, lloró. (Sigue llorando todavía.)

Sin duda, su llanto no era ni por la falta de dinero ni por los dientes perdidos, sino por el golpe, o más bien por el dolor que arrastran esos golpes cuando, además, han magullado la dignidad.

 

Tal vez porque me enamoré en ese primer momento –no lo supe entonces-, le propuse revisar la posibilidad de solucionar su problema de alguna manera. En realidad, no había otra manera que renunciar a mis honorarios y proporcionarle los materiales (pagándolos con mi bolsillo).

Se fue más aliviada. Desde la puerta, me dedicó una sonrisa de gratitud, con los labios bien apretados, para ocultar los orificios de su tristeza.

 

El tratamiento fue largo.

La trompada había roto parte del alveolo. Necesitaría una reconstrucción minuciosa, dolor, anestesia, horas.

Semanas y semanas de verla entrar al consultorio como si pisara un refugio, como si huyera de una guerra, como si saliera de un calvario para llegar a una trinchera. Semanas y semanas de esperarla y alegrarme por su llegada. Sin saber muy bien por qué, al principio.

 

Mientras Natalia permanecía con la boca abierta y yo hacía mi trabajo, la poca distancia que nos separaba se llenaba de un aire dulce. No podía dejar de mirarle el cuello, los párpados entornados, la cortina de pestañas por la que, de tanto en tanto, escapaba una lágrima. Alguna de esas lágrimas dejó de hablar de vergüenza y dijo de cierta emoción. Alguna parte de esa emoción se le notó en el ritmo más acelerado del pecho.

 

Pasó un tiempo hasta que se animó a abrir los ojos y sostener mi mirada, apenas segundos. Durante esos segundos, mis herramientas se volvían torpes, inútiles.

Y pasó un tiempo algo más largo hasta que la vi sonreír contra el espejo: los dientes blancos, nuevos, brillantes. Restaurada la herida. No la entereza. No.

 

Para entonces yo ya sabía del marido golpeador, de la resistencia de Natalia a hacer una denuncia porque le tenía miedo, del empecinamiento de su secreto y del desgaste absoluto de un matrimonio que se había ido rompiendo entre puñetazos y bravuconadas.

Mientras ella no podía hablar, la boca abierta y sufrida, le aconsejé que pidiera ayuda, que contara su situación; le advertí que corría peligro, que los golpeadores no cambian. Los suspiros y las gárgaras llenas de congoja contestaban una negativa absoluta.

Cuando pudo hablar, me confesó que odiaba al hombre pero vivía presa de sus amenazas.

Yo también lo odiaba: lo odiaba, ya, como se odia a un rival.

 

Y pasó un tiempo no tanto más largo hasta que nos abrazamos y la besé, en medio del olor a creosota y las pinzas de cirugía.

Y apenas minutos más hasta que hicimos el amor en el sillón.

 

Nuestros encuentros estuvieron reducidos, durante meses, a la intimidad del consultorio. Perdí pacientes para estar más tiempo con ella, perdí el interés por mis tardes de paleta, perdí los límites capaces de contener mi odio y mi zozobra.

No soportaba que Natalia demorara un segundo más de lo previsto. Me daba por imaginar que el energúmeno la estaría golpeando; que, otra vez, aparecería con las marcas violáceas y la boca partida.

Perdí la templanza. Perdí el sueño.

Y empecé a espiar su vida fuera del tiempo de nuestros encuentros, escondido, como un detective inconsolable. 

 

El tipo era canoso, grandote, con barba. Tenía las cejas tupidas, una mirada torva, un aire displicente para fumar mientras conducía su auto. La violencia se le notaba hasta en la forma de caminar. Pisaba con fuerza, con ímpetu militar, como si sus pies pudieran destrozar las baldosas; sacando pecho, el mentón alto, sonriendo de una manera cínica y pacífica. Se vestía con ropas oscuras, chaquetas con insignias y charreteras, cinturones anchos, anillos pesados. Reconocí de inmediato el prototipo. Era de los que se sienten seguros de poder controlar al mundo, de los que rechazan cualquier atisbo de humildad, de los que se ríen fuerte rascándose los testículos y toman de un trago todo el contenido de un vaso de whisky.

Lo tuve más de una vez frente a mí, apenas a unos metros, en la calle, en un café, y hubiera ido a las patadas contra su cuerpo de no haber sido por las súplicas desesperadas de Natalia.

También los vi caminando juntos. Ella, pequeña y empequeñecida; él cargándole en los hombros todo el peso de su brazo poderoso.

 

Natalia me prometió, en aquella etapa, cuidarse mucho, no provocarlo, no irritarlo. Me aseguró que iría buscando soluciones: hablar con una amiga, empezar a pedir auxilio poco a poco, mantenerse alerta. Se atrevió a sacarle las balas al arma permanentemente cargada que él guardaba detrás de un mueble, escondió los cuchillos más filosos, procuró tener el móvil siempre a mano. Pero, mientras, durmió en su misma cama cada noche, cada noche se dejó poseer, cada mañana y cada día lo atendió y le cocinó simulando un amor que, según ella, permanecía deshecho en el desprecio y atizado por el pánico. Yo supuse que, no obstante deshecho o atizado, ese amor permanecía. Y solo sospecharlo se me hizo insoportable.

Odié a ese hombre mucho más de lo que lo odiaba ella.

Y decidí que debíamos matarlo.

Cuando se lo propuse, Natalia desapareció de mi vida, aterrada.

 

 

Me enfermé. Empezaron los cólicos renales, las noches de retorcerme en la soledad, las internaciones de urgencia, la cirugía que se impuso sin muchas razones clínicas, aunque sí justificada por mi estado calamitoso y mis dolores sin frontera ni analgesia.

Fui ese harapo, ese tormento, esa desgracia, esa impotencia.

Hasta que Natalia volvió un día a mi consultorio, los dientes intactos y un solo hematoma que le abarcaba los dos brazos, la frente, la nariz. La integridad.

Y nos fuimos juntos a una isla del delta.

 

El encanto y la pasión duraron, exactamente, diez días. Diez días en los que yo resucité y Natalia se fue muriendo como una planta sin agua.

Yo mismo salí al muelle y detuve una lancha para que se la llevara de nuevo a la tierra de sus torturas.

La noche anterior, con unas copas de vino y de felicidad de más, había vuelto a sugerirle que era necesario matar al energúmeno. Me equivoqué al decírselo. Armé otro de nuestros finales.

La vi subir a la lancha y deslizarse en silencio hacia la oscuridad.

 

Decidí quedarme unos días más en la isla. Necesitaba asimilar lo imposible; quizá, ensayar el olvido.

En la casa había una biblioteca arcaica de libros amarillos con olor a humedad. La vida en el delta es húmeda para los ojos, para el papel, para los días.

Encontré un libro de un tal Juan Rulfo, un libro ocre y medio desarmado que, por algo, quise leer. Eran historias tristes, todas. Una manta de polvo seco cubría las páginas y las voces de los personajes. Todo era crimen y pobreza: la muerte se volvía necesaria, a las vacas se las llevaba el río, los hombres no tenían territorio.

Yo necesitaba de todo ese desconsuelo o, quizá, la poesía era tan intensa que mi tristeza intentaba encontrar un mínimo contraste.

Entonces leí “Talpa”.

Me sobresalté al descubrir el nombre de Natalia en esas páginas. Tuve la sensación de que Rulfo me mandaba un mensaje desde vaya a saber dónde. Empecé a sentir la taquicardia.

Llegará la noche y nos pondremos a descansar. Ahora se trata de cruzar el día, de atravesarlo como sea para correr del calor y del sol. Después nos detendremos.”

Y de pronto pensé que habíamos hecho bien en separarnos. Natalia, mi Natalia, se iba por el río a buscar, quizá, su muerte. Yo tenía la mía, propia, inexpugnable, en aquella empapada soledad. Pero ni ella ni yo quedaríamos presos de la culpa.

La perdoné.

La amé más, aun, al perdonarla.

 

 

Natalia lo mató. Dijo que por mí. Yo creo que por ella.

Después de una discusión, él buscó el revólver para amenazarla, como había hecho tantas veces. Y ella, dice que por mí, (yo creo que por ella) siguió provocándolo, insultándolo. Cuando él quiso disparar, se dio cuenta de que faltaban las balas.

Natalia ya tenía en su mano el cuchillo más filoso. Él, desconcertado y furioso, arremetió para pegarle, ella le hundió el cuchillo en la garganta. Y así.

No surgió ninguna duda de que fue en defensa propia. No surgió ninguna duda en cuanto al derecho a su libertad, a la mía, a la nuestra.

Apareció en mi consultorio después de unos meses, radiante, libre de todo cargo, a anunciarme que podíamos empezar una nueva vida.

 

Pero ahora no puede olvidar el cuchillo clavado en la garganta, los segundos que significó esperar, de rodillas junto a la sangre, la corroboración de la muerte. Y, como alucinada, a veces (muchas), repite:

“Me parece que todavía respira”. 

Y yo me acuerdo de Rulfo, aunque no quisiera. Me acuerdo de las frases finales de ese cuento.

Es inevitable preguntarme qué hubiera pasado si Natalia, la mía, esta triste Natalia que duerme a mi lado, esta que llora y se hace preguntas, hubiera leído ese cuento.

 

“Y yo comienzo a sentir como si no hubiéramos llegado a ninguna parte, que estamos aquí de paso, para descansar, y que luego seguiremos caminando. No sé para dónde; pero tendremos que seguir, porque aquí estamos muy cerca del remordimiento y del recuerdo…”

 

Aun cuando tuvimos razón.

Aun cuando tenemos derecho.

 

La culpa nunca es amiga del amor.

 


                                                                  Publicado en Rulfo, cien años después. Huso editorial.

 

 

 

AZUL Y PERLAS (Serenata)

 



Le pareció. Al principio, solamente le pareció.

Y siguió cosiendo perlas con forma de lágrima en el centro de los azahares de tela.

Dos perlas lágrima, cuatro, diez perlas lágrima.

Y té con edulcorante una manzana y la radio.

                               

         Hubiera sido descabellado seguir viviendo tan solas después de que la madre enviudó. Y si se quedaron en Adrogué tanto tiempo, pese a lo que había pasado, fue por la exigencia absurda del padre; un capricho, un imperativo.

Pero cuando él murió pusieron la casa en venta, por fin, para mudarse a este departamento, un primer piso a la calle. Y conseguirlo ahí,  justo enfrente del destacamento policial, realmente, pareció obra de la providencia.

 

          Volvió a mirar. El policía también la miró.

 

          La providencia. Como si fuera tan fácil deshacerse del fantasma del pánico.

Ni siquiera junto a esa ventana. Ni siquiera después de tantos años.

         

La tarea es minuciosa, prolija, delicada, pero los ojos ya no necesitan seguir el curso de la aguja que arrastra un hilo blanco, casi transparente; lo va llevando, lo acompaña dando vueltas y lo mete en el conducto de la perla; lo rescata, tenso, obediente; el hilo y la aguja sujetan la perla, la envuelven, la van apretando contra la tela suave. Diez perlas lágrima. Quince, veinte.

                             

         A veces, de la comisaría salen caras. Son caras precisas, con rasgos precisos, con el preciso espanto de la cara de la bestia, que no se borra nunca.

Son caras de hombres que llegan o se van, a veces esposados, a veces a empujones, resistiéndose. A veces los llevan a otra parte en un camión celular. Algunos se entregan; otros, salen libres a la calle, fastidiados o risueños. Algunos tienen caras horrendamente parecidas a la del hombre que se metió en la casa de Adrogué, algo como una sombra de barba o una mueca de recelo o un gesto extraviado. O la cara de éxtasis que tenía la bestia que se metió en la casa de Adrogué.

 

         Por suerte, el hombre de azul está siempre ahí; está quieto, o silba, o contesta preguntas, o camina de un lado a otro con las manos en la espalda y con el machete rígido, colgando, balanceándose, golpeándole los muslos.

 

        El hombre de azul que hace guardia, hoy, la mira. Ahora está segura de que la mira.

 

        Otra perla lágrima, y el sol, y una cinta de raso, y una flor de azahar, y tul. Y tomar la vitamina “ C “, comprobar si está nublado o refrescó, colgarse en el paisaje estático de la vereda de enfrente: bandera, escudo y centinela. Una galleta de salvado una perla lágrima y la radio.

        Porque, en realidad, esa imagen hace que se sienta protegida; sabe que, desde allá,  está incorporada a una parte del paisaje, que la reconocen, que ya casi de memoria le adivinan los movimientos con que cose perlas a los ramos de novia.

Desde enfrente, la cuida un hombre de azul que no tiene cara porque puede tener todos los días una cara distinta;  puede ser más alto o más bajo, más amplio o más delgado.

        Aunque el de hoy  tiene ojos; seguro que tiene ojos porque la está mirando. Y también tiene labios, porque se pasa la lengua por los labios, mirándola.

Una perla lágrima un azahar y la radio.

 

Los cuadraditos de los anteojos son como un balcón, una baranda para que la mirada se decida y se apoye en toda esa curiosidad que cruza la calle, que baja por el mástil de la bandera, que se encuentra con una lengua y unos ojos que no tenían cara, que sigue bajando y pasa por el arma que cuelga, negra, en el cinturón negro; y por la mano del hombre de azul que también baja y ahora está desabrochando, lentamente, el pantalón. Mirándola.

 

        No importa que se ensanche el agujero de la memoria, que se proyecte la escena de otro revólver frío, incrustado en el cuello, justo cuando llegaba a la casa de Adrogué. No importa que se mezcle el murmullo de la radio, zumbando, con la voz ronca diciendo entrá o te mato, y el aire que se iba, y el grito que no podía salir de la garganta, el encierro en el baño a oscuras, los azulejos oscuros, el llanto de la madre en el otro extremo de la casa, los sonidos, extrañamente cotidianos, de cajones y puertas cerrándose a los golpes, las cosas cayéndose, los libros, la tapa del piano, la puerta del baño abriéndose y el tirón en el brazo, la espalda rebotando contra la cama, la ropa chillando por desgarrarse a manotazos, la otra lengua caliente en los pezones, el pelo  tironeado como por garras, la cara de la bestia, el dedo doloroso en el ano, las piernas abriéndose a la fuerza hasta poder quebrarse, y el trépano, y el trépano, y la furia, y el crucifijo girando, allá arriba, como giraban estúpidamente todas las cosas de la habitación.

        Todavía, a veces, siente las tenazas en los brazos cuando cose perlas en el centro de los azahares.

 

El hombre de azul que no tiene cara y la cuida, también tiene respiración. Y desde la cocina se huele dorado el caldo amarillo para el almuerzo.

Una perla lágrima el vidrio empañado con el aliento y la radio.

 

El hombre de azul dedica cada movimiento de su mano a los ojos balcón que ya no pueden despegarse.

 

           Allá, en Adrogué, hace muchos años, quedaron el silencio escandaloso de los gorriones y el verde oscuro de las sombras. Quedó la cara de la bestia. Quedó la voz del padre, sentenciándola por imprudente, determinando volver temprano o no salir; mejor, no salir; no atender a nadie, no recibir a nadie; mejor, no hablar con nadie. Mejor, ir pensando, para el resto de los días, en armar ramos de novia para otras novias. Y vivir en Adrogué hasta que él se muriera.

         

El hombre de azul tiene labios, lengua, respiración, calor, ojos. El hombre de azul, apoyado en la garita, pegado al cordón de la vereda, no se parece a la bestia. Este rumor que a ella le va saliendo del pecho no se parece al estertor que rompía, que sonaba con asco. Esta serenata creciente no se parece al otro miedo, ni a la desnudez ni a las lastimaduras, ni a los jugos ni a los dolores.

            Y nadie los ve.

         

 Allá, en Adrogué, quedó la lentitud morbosa de las miradas de los otros y quedó la vergüenza.

           Ahora es un concierto de impulsos entre la mano del hombre y la mano de ella, que sujeta el tallo de un ramo; y los azahares y los tules que se enredan; y la aguja, quieta, que quiere enhebrar otro hilo, guiarlo, meterlo por los tubos, volver. La boca contra el vidrio, los ojos decididamente contra los ojos, el aire y los olores, tocándose, como si la calle no existiera. Rítmicas las manos, blancas; la de ella, casi de novia, temblando entre las telas y el nácar; la del hombre, vigorosa, perdiéndose en el color uniforme del azul; acompasadas, enérgicas, cada vez más rápidas. Es un tambor la rodilla que golpea la mesa, una secuencia de percusiones, un cascabel el tintineo de la cuchara en la taza vacía de té. Son lamparones opacos los que se forman en el vidrio cuando las cuerdas vocales responden a los músculos que se endurecen, es un ronquido y es una canción y es una nota prolongada y aguda; y es un ramo, blanquísimo, que vibra, que se sacude, que explota, que se deshace en una infinitud de perlas lágrimas volcándose, escurriéndose entre las piernas de ella, queriendo saltar por la ventana, brotando desde lo azul.                                    

          

LA ESCALERITA

 



—No contesta.

—¿Golpeaste la ventana del costado?

—Está cerrada.

—¿Pero golpeaste?

—¿Para qué?

—¿Cómo para qué? A lo mejor tiene la radio prendida.

—La radio no está prendida.

—A lo mejor está durmiendo. Andá y golpeá más fuerte.

—Ya golpeé.

—No te vas a quedar ahí sentada ¿no? Andá de nuevo.

—Ya fui un montón de veces, mamá. No contesta.

—¿Lo llamaste?

—Claro que lo llamé. No contesta.

—Ayer tampoco.

—Te quedó sucio.

—¿Qué cosa?

—El plato. Tiene grasa.

—No. Está rayado.

—Te digo que tiene grasa, no ves bien.

—Claro que veo bien, perfectamente veo.

—Tiene grasa.

—No importa si tiene grasa. Andá de nuevo y llamá fuerte.

—Te dije, mamá, no contesta.

—Ayer a la mañana ¿lo viste?

—No estuve ayer a la mañana.

—¿A qué hora te fuiste?

—A las siete y media.

—Y no lo viste.

—Qué lo iba a ver. Siempre duerme a esa hora.

—¿Y el viernes?

—¿El viernes qué?

—¿No lo viste?

—No me acuerdo.

—Yo tampoco lo vi el viernes.

—Mamá, ese plato también tiene grasa.

—¿Por qué no los lavás vos, ya que tenés tan buena vista?

—Yo lavo a la noche. Ahora me tengo que ir.

—Antes andá y fijate. No me voy a quedar todo el día así. A lo mejor

—¿A lo mejor qué?

—Y, hace tres días que no lo vemos.

—Cuatro.

—¿Cuatro?

—El jueves no vino a comer. Los jueves siempre come acá.

—No.

—Sí, los jueves siempre come acá.

—No, porque debía el mes pasado y le dije que no comiera más acá. Que pagara.

—Pero no estaba.

—¿Cuándo no estaba?

—El jueves.

—¿Cómo sabés?

—Porque lo fui a llamar para que comiera.

—¿Y por qué te metés, si yo le había dicho que pagara?

—¿Y yo qué sabía?

—Lo que pasa es que a vos no te importa. Si paga, si no paga, te da lo mismo. Después, la que tiene que lidiar con los problemas soy yo. Acá paga todo el mundo.

—Antes vos eras distinta con él.

—Antes. Ahora no.

—Pero él es otra cosa. 

—Ésas son ideas tuyas.

—Esta casa es de mi padre también.

—¿No me digas? ¿Adónde lo ves a tu padre, eh?

—La casa es de mi padre, te guste o no te guste.

—Bueno, que venga tu padre entonces, que se ocupe de la mugre, que se ocupe de pagar las cuentas. ¿Cuánto hace que no viene por acá? A ver si te pensás que tiene algún derecho todavía.

—El jueves vino.

—¿Quién?

—Papá.

—No lo vi.

—Habías ido a hacer las compras.

—No me dijiste.

—¿Para qué? Igual, no te vino a ver a vos.

—Claro, más bien. Alcanzame otro repasador ¿querés? De visita vino, nada más.

—Vino porque ésta es su casa.

—Sea como sea, acá no vive, acá no está.

—Ojalá estuviera, ojalá. Ya vas a ver si vuelve.

—¿Qué pasa si vuelve? ¿Te creés que me da miedo si vuelve?

—A él, papá no le cobraba.

—Pero yo sí le cobro, como a cualquiera.

—Es el hermano.

—Qué va a ser el hermano.

—Es como el hermano.

—¿No me digas? Justo vos decís eso. Secame esos cubiertos. Justo vos. Tendrías que cerrar bien la boca. Y dejá de moquear.

—¿Qué tiene que yo diga eso?

—Vamos...

—¿Qué tiene que yo diga eso? Es como el hermano ¿Y qué?

—Andá otra vez. Yo seco.

—No voy a ir otra vez. Decime qué tiene que yo diga eso.

—No me hagas hablar, andá; y si no contesta abrís la puerta. ¿No me oíste?

—No. No pienso abrir la puerta.

—Hace rato que sé.

—¿Que sabés qué?

—Que tenés la llave.

—Tengo esa llave y tengo las otras llaves. ¿O es una novedad que tengo las llaves? ¿Quién limpia cuando se van los inquilinos? ¿Vos limpiás?

—Mirá, no me hagas hablar. Yo sé por qué tenés esa llave. Hace años que vive acá, y cuando vas no vas a limpiar precisamente.

—Cortala, mamá.

—Sí, sí, yo la corto. Andá y abrí.

—No.

—Andá por el costado, fijate por la ventana del baño.

—(————)

—Fijate si hay olor.

—Sí que hay olor.

—¿Hay olor? ¿En serio?

—Sí. Me parece que sí.

—Debe ser de la rejilla, que se tapa. Andá y fijate.

—No es de la rejilla. Hay olor.

—Dame la llave. Voy yo.

—¿Y qué vas a hacer si está

—No sé. Tendremos que llamar a tu padre. No sé. Dame la llave.

—Para qué vas a llamar a papá. Qué tiene que ver él con esto. Dejame que seco las fuentes.

—Secá las fuentes y andá a buscar la llave. Si pasó algo, ¿Cómo querés que no le diga a tu padre?

—No le digas que yo tenía la llave.

—¿Ves? ¿Ves? Hace rato que yo sabía esto.

—(————)

—Hijo de puta.

—¿Quién hijo de puta?

—Él.

—¿Por qué hijo de puta?

—Porque se la pasaba diciendo que tu padre era como el hermano. Y después

—No era el hermano.

—Claro, resulta que ahora no era el hermano.

—Menos mal, porque si hubiera sido el hermano, vos.  Menos mal.

—¿Por qué menos mal? No me gusta el tonito, no me gusta cómo lo dijiste.

—Mejor no hablemos, mamá.

—¿De qué no hablemos?

—Dejalo así mamá. Dejalo así. Voy a ver si encuentro una llave que sirva. Seguí secando vos.

—Esperá.

—¿No querías la llave?

—Esperá. Sentate. Quiero que sepas una cosa. No sé quién te contó ni qué te contaron, seguro que fue él. Pero no es como te lo contó. Porque seguro que te dijo cualquier cosa.

—Él no me dijo nada.

—Seguro que te dijo, que te llenó la cabeza.

—No. Yo te vi.

—¿Qué me viste? ¿Cuándo?

—Yo tenía quince años.

—¿Y?

—Quince años.

—Ya dijiste que tenías quince años y no te seques los mocos con el mantel. ¿Y qué viste cuándo tenías quince años, eh?

—Nada, mamá.

—Entonces dejá de hablar pavadas y andá de una vez. Hacé algo.

—Me había levantado. Una noche me había levantado porque un viejo que soñaba en voz alta gritó. ¿Te acordás del viejo que gritaba de noche?

—No. Sí, sí, me acuerdo.

—Me asusté y te fui a buscar a la pieza. No estabas. Bajé. Me quedé acá, muerta de miedo, porque el viejo gritó de nuevo y me dio miedo volver arriba.

—¿Y qué?

—¿Cómo y qué? ¿Dónde estabas vos?

—No estaba en el fondo.

—Sí, mamá, estabas en el fondo.

—No, no estaba en el fondo. Yo no me acostaba con él, entendelo. No estaba en el fondo.

—¿Y dónde estabas?

—Mirá, me acuerdo muy bien de lo que pasó esa noche. Y también sé que vos te levantaste. Mirá si sé: Cuando viniste a la cocina se te rompió un vaso ¿no?

—Sí.

—Yo llegué a las seis. Me di cuenta que te habías levantado porque vi el vaso roto. Y me di cuenta porque manchaste con sangre la sábana, porque te pusiste una curita en el pie, y no me dijiste nada.

—¿Y dónde estabas vos?

—Venía de la comisaría. Él me acompañó. Vos dormías y él me acompañó.

—¿Por qué?

—Porque tu padre me había pegado.

—¿A las seis de la mañana fuiste a hacer la denuncia?

—Sí, a las seis de la mañana. Para que no te dieras cuenta.

—Mentira.

—¿Cómo mentira?

—Estabas en la cama con él.

—Estás loca. Nunca me acosté con él.

—Sí te acostaste con él.

—No te permito, callate la boca, mocosa de mierda.

—Él me contó.

—¿Qué te contó? ¿Ves? ¿Ves? Hijo de puta ¿Qué te contó, por Dios?

—Una vez le vi los ojos colorados. Estaba triste. Le vi los ojos colorados. 

—¿Y eso qué tiene que ver?

—Estaba triste por vos. Por mí. Porque yo me había lastimado el pie con el vaso.

—Claro, por eso te cogía, para ver si se te curaba el pie ¿no?

—Ojalá. Ojalá me hubiera curado así todas las veces.

—Puta.

—Yegua.

—No tenés derecho. Soy tu madre.

—Linda madre. Salí, ni se te ocurra tocarme, eh?

—Mirá que. Andá. Andá y traé la llave de una vez.

—No tengo la llave.

—Andá y traé la llave. No me canses porque

—Te digo que no la tengo. No la tengo. No la tengo.

—Sí que la tenés.

—En serio, no.

—No me hagas perder la paciencia. Dejate de llorar ahora.

—No la tengo, mamá, no la tengo. A veces te mostraba que la tenía para que vos creyeras, porque tenía bronca, por lo que vos habías hecho. No la tengo, en serio. Y yo sé que te acostabas con él, que papá se fue porque te acostabas con él, que

—Basta.

—Basta no, mamá, ahora tenés que escucharme, papá se fue porque vos lo engañabas con él, porque te vio, porque

—Basta, callate, basta. Ya sé quién te llenó la cabeza, ya sé: tu padre te llenó la cabeza, tu padre te dijo todas esas barbaridades, ahora me doy cuenta, y vos te lo creíste, pobre desgraciada.

—Papá no miente, vos mentís, vos mentiste siempre.

—Estás loca, totalmente loca. Pobrecita hija mía, qué mal te hizo ese resentido, ese imbécil de tu padre; cómo se puede lastimar así a la propia hija.

—No me toques. Salí.

—Cómo no voy a tocarte, cómo no voy a decirte la verdad. Hija: nunca hice ninguna de esas cosas, nunca.

—Callate mamá, haceme el favor.

—No me importa lo que hayas hecho, estabas herida, estabas confundida, pobrecita alma mía. Además, las dos, solas. Él fue tan bueno con nosotras. Con las dos fue bueno.

—Salí, no me toques, dejame.

—A mí no tenés que engañarme. No hace falta. Siempre supe lo que hacías en el fondo, pero no te juzgo, no tenés que mentirme.

—No hice nada en el fondo.

—Ay, por favor. Te vi, hija, yo sí te vi.

—¿Qué me viste?

—Te vi, desnuda, con él, en la cama. Te vi por la ventana del baño, te vi, te oí. Pero no sabía que pensabas todo eso, no sabía, no me di cuenta de que te estabas vengando de mí, perdoname, hija, no sabía.

—¿Me viste?

—Sí, te vi. ¿Ves aquella escalerita? ¿La ves? Si la apoyás al costado de la ventana se ve la cama.

—¿Y me dejabas, mamá? ¿Vos me dejabas?

—Es que no quería

—Claro, no querías que llegara este momento. No querías que yo tuviera que decirte todo esto alguna vez. Llorá, llorá nomás, ahora sí podés llorar. Cuando sabías que me estaba revolcando ahí en el fondo con un tipo que me llevaba como treinta años no llorabas ¿no? Cuando sabías que me estaba haciendo mierda no llorabas ¿no?

—No, no quería. No quería que

—No querías porque a vos no te convenía.

—No digas, no vayas a decir

—Mamá: ¿Ves aquella escalerita?

—Basta.

—¿Sabés, mamá, que si ponés la escalerita al costado de la ventana del baño se puede ver la cama?

—Basta.

—Yo tenía quince años, mamá, quince años.

—Basta.

—Sí, mejor basta.

—Hace tres. Cuatro. Cuatro días que no lo vemos. Hay olor. No es momento de hablar ahora. Dame el repasador ¿querés?

—Sí, mamá, es momento. Hace rato que tendría que haber sido. Pero ya está. Ya sabemos, las dos.

—Tenemos que ir a ver.

—Vamos.

—Vos ponés la escalerita.

—Vos subís y mirás.

—¿No querés mirar vos?

—Es lo mismo.

—¿Estará en la cama?

—Puede ser.

—¿De veras no tenés la llave?

—De veras.

—Pero la tenías.

—Sí, la tenía.

—¿Entonces?

—La tiré.

—¿Por qué la tiraste?

—(————)

—Hija, ¿por qué la tiraste?

—(————)

—¿Qué día la tiraste?

—El jueves.

—Ah, el jueves.

— Sí. El jueves.

—¿No decís que vino tu padre el jueves?

—Sí. Vino.

—Ah.

—Dale, tenela que yo subo.

—Subí.

—Lo veo.

—¿Sí?

—Sí.

—¿Está en la cama?

—Más o menos.

—¿Qué le ves?

—Una parte. Los hombros. No sé.

—Bueno, bajá.

—Mamá.

—¿Qué?

—Papá te va a preguntar.

—¿Qué cosa?

—De mí. Y de él.

—¿Y?

—Y, decile que es mentira.

—Bueno.

—Decile que eras vos.

—¿Qué era yo qué?

—La que estaba. El jueves.

—Bueno.

—¿Querés que guarde los platos?

—No, dejá. Yo los guardo.

 

29/3/10

La otra piedad (Cuento) Premio Radio Francia Internacional del Concurso Juan Rulfo, 2001


Dra. Bárbara Müller:

No espero que mi carta sirva para esclarecer los aspectos relacionados con el caso de Gonzalo Velázquez. No tengo datos precisos que aportar, no quiero aportarlos. Me he tomado el atrevimiento de intervenir sin haber sido convocada. Soy madre de un paciente del mismo sanatorio en el que Gonzalo estaba internado. Mi hijo, Manuel Losada, de veinte años, padece una patología por la que debe concurrir a la modalidad de Hospital de Día y recibe tratamiento psicológico y de rehabilitación.

De modo que usted no encontrará en mis palabras otro contenido que el de un mero punto de vista; punto de vista que, asociado a la identificación con aquellos que vivimos esta realidad en carne propia, he complementado con lo que pude ver y oír a partir de mi cercanía con esa institución.

Allí presido una pequeña cooperadora de padres destinada a subsanar algunas carencias que no son consideradas por los seguros médicos. Este cargo, que no es más que una acción benéfica, exige mi permanencia en el lugar durante los días de la semana. Con otras madres que tampoco tienen otra ocupación, cumplo funciones de índole práctica: recolecto fondos para alguna reparación, convoco, desde la solidaridad o desde la exhortación a la culpa, a padres que, por su oficio, puedan colaborar con tareas de mantenimiento y, fundamentalmente, promuevo una especie de apoyo “espiritual” para los más desvalidos.

Aprovecho este comentario para invitarla a los talleres de reflexión que organizamos los jueves por la mañana. Pienso que respirar esta realidad, respirar el clima de pretendido consuelo, respirar ese otro clima de decepción y agobio, escuchar las ocasionales sentencias y las constantes quejas, ver cómo la angustia puede adquirir forma en la voz o en la cara, ver cómo se intenta un tejido reparador sobre la cáscara de un agujero, podrá serle útil, a lo mejor, para tomar distancia de sus indagaciones y admitir que lo sucedido con este chico sólo tiene por causa un designio que no comprendemos, - ni siquiera a fuerza de dolor y resignación - los que tenemos que vivir bajo el peso de esta cruz.

Usted pensará que mis ideas están ligadas a la religión y a la fe. En ese sentido, creo que no somos quienes deban juzgar ciertas actitudes humanas. Dicen que daremos cuenta de nuestros actos después del pasaje terrenal. Sin embargo, doctora, con respecto a mi fe, debo confesar que permanece aplastada bajo el imperio de una voluntad suprema que no dio lugar a ningún intercambio, que no me permitió pactar, que me dejó al margen de la esperanza de las compensaciones; y si procedo en conformidad con ciertas leyes es por una costumbre estereotipada, inyectada a fuerza de temor y defectuosidades, practicada a modo de murmullo en oposición al desaliento. Por mi experiencia, este pasaje terrenal nos deja intervenir pobremente en su acontecer; y es tal vez esta carta un acto de misericordia para con usted, y es, tal vez, un intento de soslayar la impotencia a la que estamos habituados.

Por otro lado, puedo aceptar la muerte de Gonzalo como el tránsito que le estaba destinado por esa voluntad suprema, pero me resulta inadmisible el manoseo burocrático y judicial al que han quedado sometidos estos sucesos.

Es cierto que Gonzalo, durante su internación, no recibía más visitas que las de su padre, esporádicas, quizá forzadas. Sin embargo, la señora Julia Velázquez no era la única madre que no concurría al sanatorio, y más allá de las razones vinculadas a su estado de salud, sería prudente contemplar que no todos venimos a este mundo preparados para aceptar lo que nos toca. Es una cuestión de fortaleza.

Dicen que la sabiduría inmensa de Dios distribuye en cada uno de nosotros la cruz que, por su peso y su medida, podemos soportar. Sin embargo, y tal vez por la intervención de otras fuerzas que desconozco, no siempre es posible sostener esa cruz. Hay un ácido que flota en la columna vertebral. A veces, carcome; a veces, sangra; a veces, nos entierra.

He sabido que se sospecha de una confabulación entre Ernesto y Julia Velázquez para provocar la muerte de Gonzalo. He sabido que se los acusa de haberle dado una sobredosis de medicación con ayuda de una enfermera a la que sobornaron. He sabido que varias personas relacionadas con el caso están siendo interrogadas para esclarecer esta suposición. Y estos rumores me indignan. Nadie más que Dios ha resuelto esa muerte, y si los instrumentos que el Señor usó para empujar el alma de ese chico a la eternidad debieron ser el enajenamiento o la locura, pues este mismo Señor sabrá por qué lo ha hecho.

Ante estos juicios y, sin la posibilidad de persuadir ni frenar a quienes los emiten, no me queda otro remedio que rezar. También rezo en estos momentos por usted.

Deberíamos pensar que cualquiera de nosotros, ante la muerte de un hijo discapacitado, podría verse injustamente inculpado; sobre todo, teniendo en cuenta que, precisamente, por la fragilidad que caracteriza a estos enfermos, por su indefensión, por las complicaciones que las dolencias mentales provocan, la muerte es una posibilidad continua, como si colgaran de un hilo. Cabe citar el caso de una chiquita Down que sufrió un paro cardiorespiratorio en terapia intensiva mientras estaba sola, ya que no permitieron la compañía de la madre en esa unidad. Sé que los padres han iniciado juicio al hospital. Sin embargo, creo que lo han hecho presionados por la influencia de ciertos abogados con fines de lucro, sin aceptar resignada y cristianamente la voluntad de Dios.

La muerte de Gonzalo, el desarrollo de esta historia, acentúan mi sensación de que todo está silenciosamente tejido de antemano en nuestros destinos, como si se tratara de una sociedad entre las asfixias y las cargas.

Creo, en resumen, que la indagatoria que usted está llevando a cabo es una locura, creo que es promover una ofensa. Creo que usted está en riesgo. Creo que se equivoca. Creo que se adentra en terrenos peligrosos.

Yo le reitero mi invitación a nuestras reuniones de los jueves. Venga, doctora, verá que entre alguna torta que llevamos, algunas galletas, algunas risas, va a desentrañar el patetismo que reviste la misión para la que estos padres fuimos “elegidos”. Venga, si quiere, al festival anual, donde disfrazamos a los chicos y nos disfrazamos; venga y mire las máscaras que tapan la consternación, el baile frenético de las sillas de ruedas, las sondas nasogástricas pintadas de verde fluorescente, las cabezas sin sostén bamboleándose al compás de la música, las manos al aire, sin asidero; el papel crepé roto, desgarrado, húmedo. Venga, si quiere, al templo carismático donde llevo a Manuel los domingos. Mire, allí, las crisis de histeria, los colapsos, los alaridos, los espíritus que, para quedar liberados del demonio, creen que deben atormentarse en la crispación y en el ahogo. Asómese a este mundo antes de juzgar a los que lo integramos. Venga a mi casa, trate de conversar conmigo en paz, perciba cómo nos interrumpe la inquietud, el estertor de una garganta que no articula, la baba que corre por un trapo siempre inmundo. Míreme, imagine que estoy escribiendo esta carta a las dos de la mañana porque es el único momento en que tengo silencio, porque ya emboqué, dificultosamente, cuidando mis dedos de la mordedura, todas las dosis de pastillas correspondientes, incluido un hipnótico para el sueño, media píldora para mí, que nunca duermo, que no sé si voy a despertarme con un cadáver o con un vegetal en la habitación de al lado. Créame, ahora que le digo que me han pasado los años y me ha pasado la vida sin poder escapar de este cuadro fatídico, de este encierro de aullidos, de médicos, de electroencefalogramas, y turnos, y recetas, y horarios de rehabilitación, y pañales enormes, y olores acres. Venga a ver las marcas en todas las paredes de mi casa: son de la silla de ruedas. Venga a sentir el aroma: a pis, a tristeza. Fíjese en mí, en mis arrugas, en mis puños, en los otros hijos que crecieron sin mi energía, sin mi alegría, sin mi cuidado. Tómese un trago de este vómito de amargura. Y, entonces, deje de mortificarse y mortificar a los demás con su pesquisa.

Recuérdeme que le muestre el certificado de incapacidad del noventa y ocho por ciento, mi sentencia, la certeza de una vida inútil que necesita de mí todo lo que tengo, todo lo que ya no tengo, todo lo que preciso fabricar con la ficción. Acompáñeme, una de las tantas veces en que me miro en el espejo y me pregunto quién soy. Quédese un día en este mundo. Vea que no se puede saber, ni entender, ni razonar, ni escuchar. Si fuera posible, mida la raíz de mi sentimiento, esta mezcla de amor y de rechazo, lo que se me desordena constantemente en la imperfección, en la indignidad, en la tortura. Trate de observar algo coherente en los ojos que no miran hacia ningún lado, en la cabeza que se cae. Intente traducir, en el sonido que parece una gárgara, las dos sílabas categóricas de la palabra mamá. Quédese quieta y contemple el espectáculo siniestro de una convulsión, ese dislate, esa espiral sin fondo. Mire las botellas vacías tiradas bajo la mesa, bajo la cama: son del hombre que pasará tambaleándose por algún lugar de la casa, la barba crecida, la bragueta siempre abierta, el pelo desprolijo. Ese desecho es el hombre con quien duermo sin dormir. Mire, hoy, casualmente, la sábana sucia de mi hija, la sana, la normal, la inteligente, la que nunca entendió por qué un día su madre desapareció de golpe y pasa las horas y las horas en un instituto de rehabilitación, limpiando mierda, mientras ella se revuelca sin sentido con cualquier hombre que pase. Venga. Mire. Asómese.

Vaya, después, a conversar con cuanto profesional de la salud se le cruce. Le van a decir las mismas resueltas idioteces: lo difícil, el daño, el emergente, el caos, la contención, la incontención, la fábula, tal vez la inconsciencia de una mujer que decidió no abortar para no irse al infierno y que, a los cuarenta y pico, acunó dulcemente a un monstruo con la pretensión de que era un ángel.

Lea bien lo que le escribo.

Vaya, después, y converse con un cura, con un mago, con diez locos. Es lo mismo, atado y desatado, el designio, el demonio, los dos filos cruzados en la espalda.

Pregúntele a cualquiera de las asistentes del instituto. Pregúnteles por los abandonos, por las ambulancias, por las convulsiones, por esos seres que de pronto adquieren el aire espeluznante de un poseído y se agrandan y se retuercen y tiemblan y se contorsionan, y se sacuden, y parecen tan magníficos como aterradores. O se encogen, como cáscaras de hierro, como pedazos de piedra imposibles de abrazar. Y se les mueven los brazos, y se les mueven las piernas, y se endurecen, y son estatuas, y la cabeza para un costado porque si no se muerden la lengua, y que se hagan todo encima, o que vomiten, o que se ahoguen, y los ojos, patéticos, desaparecidos a los costados, las órbitas en blanco.

Además, las convulsiones tienen sus causas: a veces la fiebre, a veces una emoción, a veces la imposibilidad de expresarse de otra forma. Y, a veces porque faltó la medicación, porque la hija de mil putas de la madre se olvidó de darle al ángel la medicación, porque la máquina falló en el instante del olvido. Entonces el ángel castiga retorciéndose.

Y ahí están, siempre, todos los días, como lo único que nos gobierna, lo que nos pone de rodillas, lo que nos hace cumplir, lo que nos obliga no sabemos a qué ni para qué. Y hay que seguir, hay que seguir, hay que seguir. No se pueden bajar los brazos, ni un minuto. No se pueden desatar las manos de las correas que sujetan al madero horizontal de la cruz. No se puede dejar la vertical forzosa de la que colgamos.

Y uno pretende explicarse que lo que manda es el amor, que es del corazón, del útero, de no sé dónde que sale la fuerza.

Pero son ellos los que mandan, los que dan las órdenes, los que disponen de la vida de todos, los que determinan lo cotidiano y lo perenne; que una se quede callada o que hable o que mire un programa por televisión o que no mire; que piense, que no piense. Absorben toda la energía, absolutamente toda.

Igual, a la mañana, empezar de nuevo, aunque duelan los huesos.

Claro, yo no podría dejar internado a Manuel. No podría por la culpa. Y es otra de las cosas que gobiernan: la culpa, la mal entendida piedad. ¿No sería mejor suponer un error de cálculo en la naturaleza?

Al principio, cuando Manuel entraba en una convulsión, me provocaba una especie de parálisis. Aparentemente, él no respiraba, pero la que no podía respirar era yo. A él se le torcían los ojos, a mí se me agrandaban. A él se le alargaban las manos, a mí se me encogían. Era un hechizo. Hubiera podido dominar a todos con una palabra, con una sola palabra; y uno esperaba que esa palabra brotara, de golpe, que rompiera el mutismo, como si Manuel fuera dueño de un lenguaje oculto, de larvas, de bacterias, de algodón, de bichos, de fantasmas, y en el momento de la convulsión ese lenguaje pudiera reptar hasta la lengua.

Gonzalo también tenía convulsiones. Lo cuidé y lo limpié muchas veces en el sanatorio. Después se dormía. Eran horas de paz.

Dicen que cuando vuelven no se acuerdan de nada. Dicen que, a veces, escuchan ruidos, ven visiones. Es un misterio. Y es como si el aire se quedara quieto alrededor. Nadie sabe qué hacer, no se puede hacer nada. Una convulsión se parece a la muerte, pero el corazón late, corre la sangre, hay una revolución como de lastimadura, chispas, cortocircuitos, latigazos; es como si de adentro emergiera otra vida, incontrolable. (Gonzalo, en cambio, era incontrolable todo el tiempo. Lo tenían atado, por precaución.)

Dicen que lo único que hay que hacer es rezar.

En los primeros años no pude rezar nunca. Me quedaba pegada a mi hijo, pero lejos; lo miraba, ni siquiera podía tocarlo. Ahora, cuando tiene convulsiones, rezo, solamente por costumbre, despacio, siempre las mismas oraciones, la repetición, el murmullo, el vaciamiento.

También rezaba por Gonzalo.

Además, doctora, usted tendría que ver cómo cantan en el templo, con qué alegría. La alegría de la fe, supongo. Y Manuel se alegra: aplaude, se ríe, mueve la cabeza, las manos, grita. Y aunque nos cueste, mi marido y yo, vamos; mi marido y yo, sobrios, porque a la iglesia es necesario ir sobrios, íntegros, sumisos, humildes, resignados. Y lo cargamos en brazos. No entramos la silla. Es peligroso porque hay gente que se descompone y se desmaya y se puede golpear con los caños, porque los que se quedan catatónicos se pueden golpear con los caños, porque las alucinaciones místicas y los alaridos y la espuma de la boca y las uñas con filo y las manos con forma de garras golpean contra los caños.

Es hermoso ir al templo. No sabe cómo ayuda. Hasta pude pedir una intención para que esa mujer y ese hombre, los padres de Gonzalo, encuentren paz; para que usted también encuentre paz, para que deje de buscar cruces, transportarlas, transferirlas.

Gonzalo Velázquez murió, seguramente, en forma accidental o a consecuencia de alguna complicación, como determinarán los médicos. Gonzalo Velázquez murió para cerrar un círculo, para encerrarla a usted en ese círculo.

La muerte no es ilógica. No todas las muertes son impredecibles.

Por otro lado, es tan fácil dejarlos morir. Basta con no alimentarlos, basta con no darles la medicación, basta con darles medicación de más, basta un descuido, un agua, una canilla abierta. Pero la desesperación está en la culpa, no en las resoluciones. Casi nadie sería capaz de tomar esa decisión. Casi nadie. Aunque.

Usted podría seguir leyendo esta carta si sólo imaginara, con toda la nitidez posible, que algo a lo que ama encarnizadamente pudiera convertirse en una estatua, aullar, deshacerse, temblar, desparramar humores?

¿Usted cree que Julia Velázquez y yo somos diferentes? No, doctora: la cruz tiene una proporción determinada. Existe una pesadez exacta que quiebra la espalda, que dobla en dos. Gonzalo llegó al límite del peso.

¿Usted cree que se puede mentir una alegría? ¿Cree que esos bailes morbosos de los festivales no son una puesta en escena de la desesperación, que la música misma no es un absurdo? No, doctora: hay pedazos de vidrio en la orilla de la garganta, hay un telón enganchado con alfileres a los ojos, hay una soga tensa a punto de soltarse, dar el tirón, desatar la locura.

Dejé mi profesión, hace veinte años; puntualmente, cuando tuve a Manuel. Soy psiquiatra. Pero todo se alteró, todo empezó a chocar. Y el entendimiento no resiste, no resisten las explicaciones; no hay explicaciones.

La razón impone un orden. La fe se respalda en cierto desorden. Yo necesitaba cantar a gritos, encender velas, y necesitaba estampitas y crucifijos y oraciones; necesitaba no pensar, no preguntarme. No me alcanzó la lógica. Se me desmoronó. Se me terminó la posibilidad de análisis.

Cambié la profesión por el misticismo, la palabra por el rito, la duda por la certidumbre, la consideración de la paradoja por el aplastamiento.

Son caminos, formas de evadirse. Cada cual elige el suyo.

Igual, no hay alivio. No tengo alivio.

Los Velázquez no tendrían alivio. Las demandas no dejaban alivio, las críticas a las inasistencias de Julia Velázquez, transmitidas a su marido en cada una de las ocasionales visitas, no permitían ningún alivio.

¿Pudieron razonar los Velázquez? ¿Hicieron un complot? ¿Lo mataron?

No sé.

Tal vez sea una forma de eutanasia. Una llovizna de piedad.

Además, he llegado a comprobar lo inverosímil. Hay algo que se teje en lo trágico, es un mecanismo, algo extraño, un miedo: El último paciente que atendí en ejercicio se llamaba Joaquín Müller.

¿Le dice algo esto, doctora? ¿No es una increíble coincidencia?

No puedo amenazarla con desertar de un secreto profesional. No lo haría. Pero tal vez usted esté buscando, con su empecinamiento contra los Velázquez, castigar a sus propios padres; revivir, con esta penitencia, al hermano imperfecto, al pobrecito que se ahogó “sin querer” en la bañera de su casa natal.

Cuando haya llegado al fondo de estas investigaciones, lo único que le va a quedar es un vacío sin respuestas, algo que se volverá en su contra, definitivamente.

Tome en cuenta mi consejo: abandone el caso.

 

5/8/07

COLGADAS Y HÚMEDAS


Ahora la voy a llamar. Tengo que avisarle que dejó las medias de Patricio en la soga. O no. No hace falta que la llame por eso. La voy a llamar para decirle que las medias de Patricio en la soga me producen algo extraño; que un par de medias chiquitas, en esta casa, se ven raras. O no. A lo mejor no entiende lo que quiero decirle. A lo mejor piensa que me molesta que se las haya olvidado. A lo mejor no soy capaz de explicarle lo que significa ese par de medias, chiquitas, húmedas, colgadas en la soga, lavadas por mí, que nunca lavé algo tan chiquito, que nunca lavé algo de algo parecido a un hijo.
Primero voy a escribir y después la voy a llamar. A lo mejor escribiendo puedo poner en orden las sensaciones. Voy a escribir desde el principio: desde que vino aquella tarde, tocó el timbre y me dijo soy Adriana. Yo pregunté qué Adriana. Se quedó callada del otro lado de la puerta. Volví a preguntar qué Adriana. Y dijo, como con miedo, la mujer de Gustavo.
Y no le abrí.

La segunda vez vino más decidida. La voz sonaba firme: Ábrame la puerta, por favor, necesito que hablemos. Gustavo vive en Rosario.

En realidad, yo, de ella, sabía poco. Que prácticamente tenía mi edad, que era linda, que trabajaba en la municipalidad, que la casa donde vivían con Gustavo era alquilada. No aceptaba que nadie me contara nada. Gustavo me dejó por ella y basta. Que sean felices, pensé. Y se acabó la historia.
Pero la gente disfruta revolviendo en la vida de los otros. Cada tanto, alguien se acercaba con cualquier excusa y terminaba contándome algo de ellos dos. A lo mejor, realmente, querían consolarme, y se concentraban en los detalles sombríos: que a Gustavo no se lo veía bien, que tomaba, que todas las noches iba al café de la placita, que se comentaba que la mujer no podía tener hijos. Y a mí qué.

Esa segunda vez sí le abrí la puerta. Mal, porque me resultaba horrendo que hubiera tenido el coraje de venir a mi casa. Por otro lado, la curiosidad era más fuerte. La hice pasar a la cocina, como para no darle importancia. Que se sentara, si quería. No le ofrecí nada ni tuve ningún gesto amable. En realidad, estaba temblando. Las dos estábamos temblando.

Empezó con que Gustavo se había ido a vivir a Rosario. Menos mal, pensé, cuando me dejó a mí se alejó menos de veinte cuadras, cuando me dejó a mí siguió paseándose delante de todo el mundo para humillarme más. Después me preguntó si sabía que habían tenido un hijo.

Le contesté que no.
Mentira: lo supe, enseguida. Me lo contaron por teléfono, un llamado anónimo, alguna de mis amigas misericordiosas. Pero le contesté que no para no ceder, para no mostrar mi orgullo herido, para no revelar el desasosiego al que nunca pude acostumbrarme.
Es adoptado, me dijo. Yo no puedo tener hijos. Lo adoptamos cuando tenía tres meses.
Qué bien, le contesté. Me salió ese qué bien mientras se me clavaban dos millones de alfileres.

Es increíble la velocidad que puede tener el pensamiento en un momento de tensión. Esa mujer estaba ahí, sentada en mi cocina, y yo saltaba de un lugar a otro de mi vida como si estuviera viendo una película vertiginosa. La miraba, de repente; la miraba y hacía un juicio implacable de cada uno de sus gestos, de cada uno de sus rasgos: no era linda, no me parecía inteligente, no estaba bien vestida, las ojeras le llegaban al piso, tenía un montón de arrugas y dos centímetros de canas en la raíz de la tintura barata, rojiza, descolorida. Seguramente, era más grande que yo; más flaca, pero sin gracia. La voz se le arrastraba en la garganta, como si la tuviera medio muerta. Y habían adoptado un hijo. Qué bien.
Me miraba, de repente, a mí misma, ahí sentada con esa mujer en la cocina, y escuchaba la cinta grabada que Gustavo me dejó enroscada en la carne: el hijo que no quise tener, los reproches que no se terminaron nunca; la brutalidad, innecesaria pero justa, de llamarme asesina todas las veces que pudo después del aborto, la malicia de asegurar que me abandonaba por no haberme perdonado ese hijo que aborté. Y con ella, qué bien, habían adoptado. Qué bien.

Sacó un atado de cigarrillos de la cartera y me convidó. No quise. Busqué los míos en la mesada y me senté dándole bien la cara. A ella le temblaban las manos. A mí, los ovarios.
Se llama Patricio, agregó, sin que nadie le preguntara nada. Tiene tres años, siguió diciendo. Tal como yo había calculado. Gustavo se fue cuando Patricio tenía menos de dos años, dijo con la misma voz medio muerta.
Abrí la boca. Ya le estaba por decir que a mí me importaba un pito su historia y que si Gustavo se había ido era problema de ellos y que yo no tenía por qué enterarme de cosas que no me interesaban en absoluto. Y de golpe sonrió.
Me indignó esa sonrisa. Decidí que me había equivocado al abrirle la puerta, que la mina estaba dispuesta a joderme. Imaginé que las próximas palabras iban a ser algo parecido a ese “por lo menos, a mí me dejó un hijo”. Con la misma velocidad estaba dispuesta a contestarle cualquier barbaridad.
Patricio es down, un síndrome de down, dijo atrás de la sonrisa. Y atrás de la sonrisa, inmediatamente, vi que los ojos se le habían enrojecido y que la mano que temblaba había hecho un avance por la mesa en dirección a mi mano y cerré la boca y sentí los ojos calientes. Y nada. No me acuerdo. No me quiero acordar.
Toda la tarde hablamos. Lloré sin ningún pudor, ella también lloró. En un momento fue al quiosco y trajo unas galletitas porque en casa no había nada más que mate y tres saquitos de té.
Es verdad que me sentía rara. Igual, me sentía mejor que con las mil horas de terapia, mejor que cuando tomo el Alplax, mejor que cuando salgo con un tipo y me olvido, al menos por un rato, de mi culpa y de mi drama. Y no es que me sintiera feliz mientras hablaba con Adriana. Las dos estábamos tristes y las dos, de alguna manera, estábamos en guardia. Pero me sentía mejor. Y no es que interpretara que en el dolor de esa mujer se consumaba una venganza. Al contrario, me asombraba más aquella paradoja que todo lo que me ensombrecieron todos mis fracasos.
Ella me dijo que Gustavo hablaba horrores de mí. Horrores y horrores; que la palabra asesina, o la palabra hija de puta, eran permanentes. Que cada vez que se le antojaba me mandaba de nuevo al infierno.
Me dijo que Gustavo rezaba, rezaba mucho, sobre todo cuando estaba pasado de vino, y que, en un tiempo, se le dio por ir como voluntario al hogar de niños para liberarse de su propia culpa.
Yo le conté mi parte, brevemente: que me aconsejaron un estudio porque ni bien empezó el embarazo tuve rubéola y que el mismo médico que me atendía insistió muchísimo con el tema de las consecuencias; que él tenía un hijo enfermo, que conocía bien ese calvario.
Le conté que Gustavo lloraba como un loco pero a mí no me abrazaba, no intentaba contenerme. Que me agredió. Que me dijo que había sido una boluda por cuidarle los chicos a mi hermana sin tener en cuenta que podía estar embarazada. Y sentí que me iba a quedar sola desde esa misma noche.
Adriana me contó que Gustavo se la pasaba repitiendo que me suplicó que lo tuviéramos igual, que mi decisión fue unilateral; que hablaba de su papel de sometido, de mi abuso, de su falta de potestad; que decía que él hubiera estado dispuesto a recibir a ese hijo y a quererlo y ayudarlo y todo eso. Y que, en algún momento, al principio, ella misma pensó que yo había sido inhumana y egoísta.
Toda la tarde hablamos.
Ella estaba mejor también. Era como si juntas pudiéramos enlazar los puntos sueltos, los que nos dejaron sin continuidad y sin respuestas. Era como si una corriente, amarga pero apacible, nos calentara las manos mientras el mate andaba ida y vuelta por la mesa.
Le conté que el aborto fue terrible. Que, por supuesto, con nuestras leyes, tuve que recurrir a un lugar espantoso, clandestino. Y que fui sola. Y volví sola. Que me sentí tan culpable que ni siquiera pude contárselo a mi hermana. Que me dolió todo.
Pero que nunca, nunca, ni por un segundo, me arrepentí. Tal vez porque soy más dura, más racional que sensible. Tal vez porque adivinaba que Gustavo prometía cosas que no iba a cumplir. De hecho, todas las noches llegaba tarde, todas las noches medio borracho. Y nuestro matrimonio no era nido para tolerar otros problemas más graves que el mal humor de la mañana, o la falta de plata, o la indolencia de Gustavo para conservar el trabajo.
Ella me confesó que, en ese aspecto, fue mucho más ingenua. Tal vez porque estuvo muy enamorada, tal vez porque la esterilidad la dejó sin ventajas, tal vez por competencia. Claro: cómo no demostrar que era mucho mejor que yo, que la otra, que la hija de puta, la asesina, la que había privado al pobre Gustavo de la dicha de ser padre.
La dicha de ser padre.
Me contó que un día Gustavo llegó del hogar con la novedad del chiquito down que habían abandonado. Claro, otra perversa, como yo. Que la contagió con esa aureola de beatitud, con ese desmedido amor piadoso capaz de redimirlo de la culpa. Que la convenció.
Tres meses tenía Patricio.
Me contó lo que fue su pareja con Gustavo desde entonces. Que no sólo fueron la noche en el café, ni el alcohol. Que aparecieron otras mujeres, y viajes imprevistos, y ausencias inexplicables. Que él no pudo soportar las exigencias, ni mantener el trabajo, ni conseguir otro subsidio, ni aportar nada. Que, al final, ella iba y venía sola con el nene, a todos lados, a la psicoterapeuta, al neurólogo, a hacer los trámites. Entonces los motores de los insultos fueron las obligaciones, eso que él llamaba sometimiento, abuso, falta de libertad. Hasta que hizo una valija y desapareció. Que ahora vive en Rosario, le parece. Que no manda un peso. Que igual, ella se arregla; mal, pero se arregla.
Me dijo que, de todos modos, no está arrepentida de haber adoptado a Patricio. Que una vez que las cosas están, están, y es así. Que tal vez, en mi lugar, hubiera hecho lo mismo, pero fue suficiente verlo, y tocarlo, y.
Son insólitas estas madres, parecen de hierro, parecen imposibles de quebrarse. Es cierto, a veces se les nota: la ropa, el crecimiento del pelo, las uñas blandas, esas ojeras, todas esas renuncias. Sé que yo no hubiera podido. Conozco mis límites.
Me dijo que es duro, es cierto, pero piensa que por algo le tocó a ella este destino. Me lo dijo hoy, a la tarde, cuando trajo a Patricio para que lo conociera. Me lo dijo mientras tomábamos mate – hoy hice un bizcochuelo – y en un momento nos distrajimos y Patricio se fue al patio, que estaba mojado, y se ensució las medias. Nos dio tanta risa.
Yo se las lavé.
Ahora la voy a llamar.
Realmente, no sé qué voy a decirle. Por algo, esas medias chiquitas, húmedas, ahí colgadas, me hacen bien.
Creo que no tengo nada que decirle.